No estoy preparado
Cuando era niño y veía a un tipo de más de medio siglo, pensaba sin excepción alguna que me encontraba ante un auténtico vejestorio; casi alcanzada esa frontera, al ver mi imagen confrontada en el espejo, agradezco no tener esa misma percepción, aunque quizás sea solamente una cuestión de autopercepción ajena a la realidad. Si, hay kilos de esos que dibujan esferas en las camisas y las capacidades visuales y auditivas se enfrentan a su particular otoño; pero hay pelo y no es blanco, no hay arrugas (o quizás no demasiadas sea más adecuado), en definitiva hay pocos signos de decrepitud, o al menos eso quiero creer.
Sin embargo, cada vez tengo más claro, cercano a pulsar el botón del quinto en el ascensor de la vida, que me hago mayor acelerada, inopinada e inevitablemente. El espejo no me lo dice, pero la sociedad si. Siento que es una sociedad para la que no estoy preparado, y lo que es peor, para la que no sé cómo preparar a otros. Quizás quienes se tuvieron que enfrentar a adolescentes que por primera vez tenían un televisor en su hogar pasaron por algo parecido; es posible que nuestros padres experimentaran algo similar cuando tuvimos nuestro primer ordenador. Sin embargo creo que a lo que nos enfrentamos ahora con la “generación pantallas” es mucho más gordo que todo eso, máxime si tenemos en cuenta cómo la pantalla ha devorado también sin remisión una gran parte de la vida adulta.
La platónica caverna que todos afrontamos en nuestra vida ya no es el hogar, tampoco lo es la escuela, ni siquiera son los valores morales, éticos o religiosos recibidos que tanto marcan el futuro de cada individuo. La caverna ahora está en el teléfono móvil, la caverna se hace más oscura al vertiginoso ritmo dictado por las redes sociales.
El smartphone nos introduce en Matrix a lomos de ese imbatible caballo que son los chutes de dopamina, y convierte a la sociedad en un inmenso y continuo show de Truman.
Termino de leer un tremendo estudio elaborado por Jonathan Haidt, titulado La generación ansiosa, en el que el autor, a través del desgrano de rigurosas estadísticas sobre trastornos mentales en la conocida como Generación Z, nos guía hacia la causa de dichos trastornos, comparando lo que define como infancia basada en el juego con la infancia basada en el teléfono. Es un ensayo espeluznante, en el que deja de manifiesto los grandes perjuicios que causa la sobreprotección de la infancia en el mundo real a cambio de la más absoluta infra protección en el mundo virtual.
Haidt nos muestra como la tecnología que nació para facilitar la conexión ha tornado, cual Mister Hyde, en exactamente lo contrario, en una autopista hacia el aislamiento sin límites de velocidad. La tiranía del me gusta como medio de pertenencia a la comunidad, ataca a la línea de flotación de la estabilidad emocional de las adolescentes, mientras que el reinado del videojuego y del porno es el arma de destrucción masiva que acaba con ellos.
Como dice el autor, es hora de reflexionar y cuestionarnos los límites de la relación con la tecnología, que si bien es un elemento enriquecedor y necesario en muchos casos, nos lleva a la más terrible desestabilización si no promovemos el uso saludable en las nuevas generaciones.
Como colofón a su libro, Haidt da sin embargo una visión optimista, aún estamos a tiempo de arreglar el problema. Y para ello propone una serie de medidas, entre las que destacaría, opinión absolutamente personal, la propuesta de los colegios como espacios libres de teléfonos.
Ojalá consigamos entre todos poder impulsar medidas de este tipo, no nos arrepentiremos.