El agricultor
Había una vez un agricultor, que con su buen hacer y esfuerzo producía lo suficiente para abastecer a su pueblo. Ese agricultor colaboraba con otros agricultores de su región, sabedor de que por sí solo no era posible llegar a producir lo necesario para poder aumentar el número de personas a las que había que dotar de provisión de alimento suficiente. La región prosperaba y a lomos de esa prosperidad, la armonía reinaba; todos sabían su papel, todos lo ejecutaban; los más capaces se encargaban de dirigir, con la mente siempre puesta en seguir creciendo como región y no en el propio interés de ninguno de ellos.
Un buen día decidió que solamente él debía ser el protagonista, y comenzó a dedicar todo su trabajo a despreciar, desacreditar y torpedear el trabajo de aquellos con quienes antaño había mantenido una sana competencia, competencia que lejos de perjudicarles había hecho crecer a todos y, en consecuencia, hacer crecer a su región. Tanto esfuerzo en destruir el trabajo ajeno, comenzó poco a poco a hacerle olvidar el propio, y su pueblo comenzó a reprochárselo.
Lejos de recapacitar, enfadado con todo y con todos, comenzó a lanzar soflamas en su pueblo contra los otros agricultores de su región, acusándoles de ser los culpables de cualquier mal presente o futuro que pudiera acecharles. Y su discurso caló.
Caló tan hondo que sus vecinos comenzaron a dividirse cada vez más, haciendo suya la bandera del mal representado por el vecino de al lado con el que convivían en armonía a pesar de sus lógicas, y siempre civilizadas, diferencias.
Pero, hete aquí, que los vecinos comenzaron a darse cuenta de que su situación empeoraba, que el sustento no llegaba y que su agricultor cada vez era menos capaz de mantener al pueblo alimentado. Y entonces él dio con la tecla: si convencía a sus vecinos de que el problema agrícola era un problema mundial y que solamente él podría solucionarlo, se volverían a olvidar de los acuciantes problemas locales que les ahogaban cada día más sin solución de continuidad. A algunos convenció, dotándose de una nueva bocanada de oxígeno en su figurada cruzada que solamente a él satisfacía. Sabedor de que el problema no existía, intentó generarlo, pero no pudo; y por ello no fue capaz de resolverlo, ya que no se puede solucionar aquel entuerto que no existe. Hastiado, empobrecido y hambriento, su pueblo se dio cuenta al fin del engaño.
Miraron a los lados y vieron como los otros pueblos olvidaban los delirios de grandeza, seguían por la senda correcta y prosperaban. Y, al fin, el agricultor fue obligado a marchar a tierras lejanas, donde decidió buscar nuevos incautos que creyeran en él.
Había una vez un Presidente de una Nación que a su próspero, trabajador y pacífico pueblo decidió someter en su propio interés. A muchos había conseguido engañar, a casi todos dividir y a una gran parte estaba en el camino de arruinar. Pero, como el agricultor, necesitaba un nuevo foco o pronto le pillarían; y decidió erigirse en adalid de una figurada lucha mundial, buscando crear en la región la misma división que en su pueblo funcionó. Quien sabe cuando terminará como el agricultor, pero el día llegará, seguro.